jueves, 8 de marzo de 2018

Un reconocimiento, un homenaje

Mi madre se tuvo que poner a trabajar a los doce años. La mandaron fuera de su pueblo a servir a una casa donde nunca la trataron mal pero las circunstancias económicas no dejaban a su familia otra salida. Era una mujer inteligente. En su pueblo soriano el libro de lectura, donde todos aprendían a leer, eran varios ejemplares de El Quijote. Ella se sabía trozos enteros de memoria. Ya casada el único día en que no hacía nada (a parte de la comida, algo sagrado) era el día de Santa Águeda. El resto de su vida trabajó, crió, educó y cuido de sus hijos y de su marido (que para ser justo se ocupó completamente de ella en sus últimos años, antes de morir él). Leía por las tardes, cuando tenía un poco de tiempo. Delibes era su autor favorito porque la transportaba a su amada y siempre añorada Castilla, pero también los libros que daban en la Caja por el día del ahorro y siempre que podían comprarlo, el periódico: adoraba a Josefina Carabias, una periodista progresista, madre de Carmen Rico Godoy.  Cuando ya hubo más dinero, en mi época, ya se compraban más libros o yo le prestaba los que sacaba de la biblioteca del Instituto: Azorín, Baroja, Galdos, Pereda y su, otra vez por Castilla, admirado Antonio Machado.

No sé si se puede definir como feminista, seguramente no, era hija de su tiempo y las normas morales no eran muy liberales para las mujeres. Era muy religiosa pero no beata y siempre defendió a sus vecinas (sus amigas, entonces era así, las vecinas eran las amigas) además de ser a la que llamaban cuando aparecía una rata por algún patio porque era la más decidida y eficaz dándole con la escoba. No estudió porque no tuvo medios pero hubiera sido lo que hubiera querido. Aunque si fue algo que quiso: una gran madre (no perfecta, gracias a Dios, o por desgracia)

He trabajado siempre en un ambiente mayoritariamente femenino. Con igualdad de sueldos y derechos. Pero he visto como muchas compañeras tenían tratos especiales y discriminatorios (favorablemente) con sus escasos compañeros hombres (generalmente bastante gañanes, la verdad). No tenían porque, pero lo hacían, y creo que muchas transmitían esa sumisión a sus alumnos. Otras no. Otras han sido para mi siempre un ejemplo de personas independientes, libres y admirables.  Creo firmemente que la mujer sabe defenderse mejor ante las inclemencias de la vida y eso siempre lo admiraré, y siempre han sido un ejemplo para mi de cordura, sensatez y resistencia a las adversidades de la existencia.

Sigo alucinando, a los 58 años, que haya reacciones como las de estos días ante las reivindicaciones de las mujeres, y por parte de otras mujeres. El enemigo está dentro. Se olvidan esas Cifuentes y esas Tejerinas de la madre de los niños de Mary Poppins, esa sufraguista de principios de siglo, con cara inocente que iba a las manifestaciones. Esas señoras de la alta sociedad, que eran detenidas, insultadas y maltratadas porque pedían el voto para la mujer. Qué ridículo nos parece eso ahora, ¿verdad? Exactamente igual de ridículo que mujeres que ostentan puestos de responsabilidad critiquen que otras luchen por cobrar lo mismo o porque las traten y respeten, sobre todo respeten, sexualmente también. No es cuestión de partidos ni de ideologías, es cuestión de justicia y quien diga lo contrario simplemente miente.

El otro día un amigo y yo oímos (porque gritaba) a un tipo de unos cuarenta años, de aspecto totalmente normal, nada que pudiera recordar a un facha, hacer una serie de comentarios sobre el feminismo delante de su hijo (aunque hablaba a una pareja mayor) seguramente imputables por delito de odio. Entre otros improperios llegó a decir que su hijo iba a tener suerte porque como iban a quitar las modelos y las azafatas guapas, éstas tendrían que estudiar y su retoño se las encontraría en la univeridad (no debe ser tan mendrugo como es su padre) y se las podría ligar, porque ahora eran inaccesibles. ¿Hace falta huelga? No. Hace falta quemar a gente (él hablaba de las feministas como de Torquemadas), porque hay gente a la que no se le saca el demonio ni con agua bendita. 

Suerte, mujeres. Tenéis mucho que luchar con hombres y con otras mujeres. Pero no estáis solas, hoy y siempre.

martes, 14 de junio de 2016

Funciones que no se olvidan

Hacía mucho que no ponía una entrada en este blog. Pereza, desidia, poco que contar, no sé. Pero hoy sí que tenía, que necesitaba explicarme. Pasan los años, ves más o menos funciones pero , de pronto, llega un título, una puesta en escena, que te trastoca, que te impacta, que te ata a la butaca y te escupe una música, un texto, una imagen que a nadie puede dejar indiferente.

Soy admirador confeso de la ópera del s. XX pero nunca me he llevado bien con las propuestas más arriesgadas de ese siglo aún reconociendo su fundamental aportación a la historia del género. Wozzeck siempre me atrajo pero hasta que no vi Lulú en directo no entré en ese mundo en descomposición que refleja tan bien cierta sociedad europea de entreguerras. Aunque, pensándolo bien, estas obras de Berg son atemporales, por ello su versatilidad para ser adaptadas. Me faltaba esa obra cumbre del dodecafonismo que es Moses und Aron del, para mi, siempre escurridizo Schoenberg. Porque, no sé, siempre me ha caído mal, sin ninguna razón. Me lo he imaginado negro, oscuro, cuervo, rencoroso, malhumorado, negativo. Sí que había escuchado la ópera pero de refilón, sin entrar, sin penetrar ni que me afectara, con miedo. Cuando amablemente Alejandro me ofreció una entrada para la representación de la obra me entró un poco de pánico. Últimamente me veo más como Brahms (eso sí, me lavo más que él) y parece que me mezo continuamente en los compases románticos. Sólo alguna escapada a Britten, Janacek, o Strauss (me mezo otra vez en el romanticismo postmoderno con él). ¿Cómo reaccionaría ante la obra más señera de Schoemberg? ¿Me repelería la música? ¿Entendería el famoso “concept”? ¿Me sentiría extraño ante un tema que no me llama y un estilo que casi nunca transito? Bueno, aunque estuve a punto de cancelar todo (la huelga de trenes me daba una banal excusa), me dije que la tenía que ver, que en mi “la tengo más larga que…” no podía faltar un Moses.

No sé, no tengo palabras, un relato lógico y cabal de lo que vi y sentí. Es como si mi recuerdo de la representación de ayer también fuera dodecafónico, lleno de impresiones, de sentimientos inconexos, de imágenes y sonidos siempre impactantes pero indefinibles. Pero si que tengo una sensación que engloba a toda la función: fuerza. Fuerza como choque, como impacto, como sopetón de esos que te dejan sentado sin saber cómo reaccionar. Fuerza en la lucha sin cuartel entre un pueblo y su Dios, siempre a la gresca, siempre chantajeándose el uno al otro. Fuerza de la unión entre Moises y Aarón, para mi éste el alma de la obra, el más humano, el más cercano a mí, de entre ese egoísta y eternamente actual pueblo sin tierra, ejemplo palmario de lo que es la masa. Fuerza, decía, en la unión entre los dos hermanos, centrípeta en unos momentos, centrífuga en casi todos. Porque Moisés, que tampoco es que comprenda mucho a su Dios pero que tiene la tozudez del elegido, no sabe entender a su hermano, el eslabón entre los humanos y lo divino. Y en ese conflicto sin resolver nos deja la inacabada ópera aunque ¿por qué no terminar así, sin solución, sin saber a dónde ir?

Y los cantantes. Supremos en el esfuerzo, admirables en su trabajo, con un coro en estado de gracia, todos apoyados por una dirección de esas que dejan huella, que se recordará en los corrillos de la la Residencia “el Walhalla de Tres Cantos”.  Y con una orquesta que se ha reconciliado con muchos de sus detractores.

Lo más difícil es plasmar es lo que me transmitió la puesta en escena. Simplemente diré que siempre fue inquietante, unida al texto con precisión, plasmando en imágenes la música y el mensaje de la obra. Impecable movimiento escénico, profundo y bello trabajo de actores, impactante escenografía en su aparente sencillez. Bicolor, blanco o negro, como el mundo que refleja Schoenberg, duro, tremendo, inolvidable.

No sé qué más decir. La Ópera me sigue dando motivos para que ame este mundo que se muestra tan poco atractivo muchas veces.

jueves, 28 de enero de 2016

Viviendo con la Niña Payasa

Hacía tiempo que no escribía en este blog pero anoche, rodeado de insomnio por las cuatro esquinitas que tiene mi cama y para no pensar en la familia, que siempre acabo cabreado, me acordé de este espacio y que podría escribir en él. Se me ocurrieron varias cosas que, si voy teniendo tiempo, iré plasmando por aquí pero una brilló con más fuerza: contarles a mis improbables lectores (copio descaradamente a Rodríguez Rivero que, como yo, está deseando tenerlos) como es la Niña Payasa en la intimidad.

No se asusten, no voy a revelar secretos de alcoba ni de rellano, que en todos los sitios se pueden ocultar vicios y depravaciones, si no que les voy a hablar (y promocionarlo de paso) del podcast que la Niña tiene y en el que va, como ella dice, purgando su corazón a través de las canciones de su vida. Porque señoras, señores, niños y niñas: la Niña Payasa es música. Sí, sí, en serio. Si lo sabré yo que va para dieciseis años que lo disfruto. ¿En que consiste eso de ser música? Pues más o menos a que todo lo que hace, lo que piensa, lo que maquina y experimenta, es música. Por ejemplo le gusta cocinar. A mi también pero mi cocina, con mi novia la Thermo, es una melodía machacona y maquinera: yo le echo ingredientes, la programo y ella, a ritmo constante, me cocina, divinamente por cierto. En cambio la cocina de la Niña es pura improvisación: denle a la Payasa los ingredientes que tenga por la nevera, los restos de otra comida, y ella les tejerá una melodía exquisita y novedosa en forma de vianda apetitosa. Porque, emulando a los grandes intérpretes, puede crear una nueva composición partiendo del material básico del que disponga. Son las famosas “Variaciones Payasa”. También le gusta la danza. Sólo le he visto en su salsa una vez, que me dejaron asistir a su clase de ballet. Ni era quien más levantaba más la pierna, ni quien hacía la pirueta más perfecta, pero sus movimientos eran pura música, pura elegancia, eran harmony,  esa palabra tan bonita que Seurat lanza en “Sunday in the park with George” cuando organiza a las figuras que plasmará en su maravilloso cuadro Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte.

Ah, los musicales… Los musicales me hacen volver a el objetivo de estas líneas: recordarles la existencia de esas pequeñas joyas que la Niña nos va regalando poco a poco. Los podcasts están llenos de música que enamora a la Niña pero también de su ilustrativo consultorio, imprescindible para cualquiera que tenga problemas sentimentales y origen de programas tan populares como “Cita con Pilar” de la Cuatro. Mucho antes que Pilar se lanzara por los caminos de España a resolver entuertos de parejas desastrosas, la voz ilustrativa y adoctrinante de Payasa ya nos indicaba a los borregos, que en el fondo somos, por donde deberíamos ir para ser felices. ¡Y todo gratis! También ha incorporado últimamente a sus programas retazos de su peregrina y azarosa vida que tiene encandilado a todo aquel que le escucha. En fin, un sinvivir y a la vez una gozada de programa donde aprendes, te entretienes y te diviertes.

La Niña Payasa es música, repito. Música en la ducha, música en el coche, música en sus silencios, música en sus besos. Muéranse de envidia. Bueno, no, que están sus podcasts y algo muy de dentro de la Niña está en ellos. Disfrútenlos.

viernes, 28 de noviembre de 2014

El día de Babel

Hace poco me refería a los diez años que cumplía mi librería de cabecera en Zaragoza. Ya entonces, y más hoy, Día Mundial de las Librerías, me acordaba de la que realmente es mí librería de referencia aunque ya no esté funcionando: Babel. 

Babel era una librería que comenzó también como papelería pero que la tenacidad de sus dueñas-libreras convirtió exclusivamente en lo que fue para mi: la mejor librería de Vigo. Corría la segunda mitad de los años 80 y yo empecé a visitarla porque estaba en la misma calle en que vivía. Tenía un buen escaparate donde se exponian las  novedades (siempre con preferencia por los libros de idiomas, la especialidad de la Casa) pero lo mejor era cuando entrabas. Yo no estaba acostumbrado a deambular por una librería. En las de Calatayud había un mostrador y tenías que pedir lo que querías. Cuando había confianza te dejaban pasar detrás del mostrador y ver las estanterías, pero ocurría poco. En la época de estudios en Zaragoza los libros que leía eran los de texto y el dinero para los otros, escaso. Al llegar el trabajo y  la independencia económica llego el momento de poder gastar en libros por el mero placer de leerlos. 

Como decía, en Babel podías deambular, hojear, leer, pero lo mejor es que había dos personas con las que podías comentar, que te orientaban, que te aconsejaban. Eso que llamamos librero, que no es un mero expendedor de libros, sino alguien que le gusta su oficio, que disfruta haciendo de intermediario entre el autor y el lector. Que, como los médicos de toda la vida, conoce a sus pacientes y sabe que medicina le va a ir mejor, que libro le curará del aburrimiento, la tristeza o la melancolía, o se los aumentará si no acierta. Por que ser librero no es una ciencia exacta y a veces te equivocas. En la próxima visita el paciente te cuenta los efectos secundarios de tu recomendación y cambias el tratamiento. Todo eso lo aprendí en los años que fui primero cliente y luego amigo de Babel. En ese pequeño sofacito que tenían pasé muchos ratos para curar esos males que acechaban: el aburrimiento, la tristeza y la melancolía. Y las libreras de Babel no sólo me curaron con libros, pusieron también su amistad y su cariño en el tratamiento y claro ¿quien no se cura así?. Un día Babel cerró, cosas de la vida y de los tiempos que corren. Un trocito de mi vida, un trocito muy querido, también se cerró. 

En este día ,y en muchos días, y siempre, me acuerdo de Babel y de Cris y Margot.

 Feliz día, Babel.

jueves, 27 de noviembre de 2014

Un bilbilitano en Sajonia

Un teatro que juega en 1ª división y que no conocía era, es, la Semperoper de Dresde. Lugar de muchos estrenos operísticos este mes de noviembre prestaba una especial atención al 150 aniversario del nacimiento de Richard Strauss, uno de mis compositores favoritos. Se programaban varias óperas del muniqués pero a mi me interesaron dos: Una Arabella que en un principio cantaría Fleming (luego sustituida por Harteros -que barbaridad de la buena-) y un Capriccio también cantado por la norteamericana, ambas dirigidas por Thielemann. Arabella la habíamos visto en Viena y si elegía Capriccio mataba tres pájaros de un tiro: veía esa ópera  por primera vez, a Fleming cantar ópera por primera vez y dirigir a Thielemann por primera vez. Engatusé (sin muchos esfuerzos la verdad, es un chico fácil para estos menesteres) a mi amigo Manuel y además de Capriccio añadimos al paquete la Daphne que se hacía el día anterior que tampoco habíamos oído nunca en directo, aunque el reparto era mucho menos espectacular.

Decir que Dresde es una bombonera es una obviedad para quien la conoce. Por Facebook anda un extracto de las muchas fotos que sacamos. La parte histórica reconstruida es pequeña pero preciosa y si no vas de museos en una mañana la puedes patear sin dificultad. El museo de maestros antiguos merece una visita ya que cuenta con varios cuadros excepcionales, entre ellos la Madona Sixtina de Rafael y "la joven leyendo una carta" de Vermeer. Maravillosas ambas. Si encima te compras en un stollen (pastel navideño tradicional y originario de  esta ciudad) asesorada por tu pope alemana de cabecera ya la mañana puede ser no redonda, perfecta.

De Daphne pocas cosas voy a contar. En una plaza de esta categoría nunca sueles ver desastres vocales aunque la puesta en escena no te convenza. Fue una velada correcta donde pudimos añadir una más a la lista de óperas staussianas vistas.

Y llegó Capriccio, y llegó Fleming y, sobre todo, llegó Thielemann. No sé como otro director se atreve a dirigir Strauss un día antes que lo haga el berlinés. Omer Meir Wellber el día anterior no lo hizo mal. Quizá poco hilvanado, pasado algo de decibelios en algunos momentos, pero muy correcto. Pero claro, luego oyes a Thielemann y llega la excelencia. No sé que palabras usar: ¿elegancia? ¿maestría? ¿señorío? ¿belleza? Sólo diré que en grabación o en directo no he oído un Strauss parecido desde el Caballero de la Rosa de Kleiber en Munich. Era Strauss en estado puro. Ese Strauss que algunos pueden considerar decadente pero yo veo como maduro, reflexivo, pasota en el sentido de estar de vuelta de muchas cosas, de muchas modas, de muchos ismos. El Strauss que se sabe el rey de ese lenguaje tan especial que envuelve la mayoría de sus obras desde Rosenkavalier. Y Thielemann fue su sumo sacerdote, su chamán. Que respeto por la partitura, que mimo con los cantantes, que engarce de toda la orfebrería de una ópera que, seamos sinceros, tampoco es el no va más. Pero él la vendió como la Joya de la Corona. Pero claro, tenía una aliada, como decía el gran forero Sharpless, recién venida de su ático de la 5ª Avenida, Reneé Fleming. No es secreto que adoro a Fleming. Sé que a veces raya lo cursi, pero es un cursi con tanta clase, con tanto talento, con tanta conciencia que es cursi que me enamora. Y estuvo espectacular como Condesa. Iba preparado para alguna tirantez, para alguna nota ya más metálica, para, seamos sinceros, que se le notaran los años. Pues nada, no pude sacarle peros para que mi rendición no fuera tan evidente. Estuvo maravillosa, siempre metida en el papel, siempre pendiente de todo, siempre actuando aunque no cantara, siendo la Condesa en todo momento, abriera la boca o no.

Salimos traspuestos, maravillados y felices. Una vez más se hizo el milagro. Yo pocas veces salgo de un teatro diciendo que mal estuvo, la mayoría de las veces salgo contento. Pero muy pocas salgo extasiado. Son mis tres estrellas michelín de la ópera y darán para otra entrada de este fascinante blog que causa sensación en los cuatro continentes en los que es leído.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Momentos con estrella II

Los primeros momentos especiales compartidos por el que suscribe y su marido en un restaurante tienen tres hitos. Dos de ellos tienen como escenario Santiago y Huesca y el tercero, y más espectacular, San Pol de Mar. 

Siempre nos ha gustado ir a Santiago simplemente por callejear, ver una exposición, comer... Cuando yo vivía en Vigo y Jesús venía nos solíamos acercar un día a disfrutar de la ciudad. Allí estaba estudiando un amigo que un día, al ir hacia su casa por la calle Huertas nos indicó un restaurante nuevo que tenía muy buenas críticas (el trabajaba entonces en la edición gallega de El Mundo como crítico de clásica y tenía buena información). El pero que le ponía la gente era que tenía un menú cerrado, que variaba diariamente, aunque se había eliminado la carta. Decidimos entrar y preguntar si había sitio para comer (o cenar, ya no recuerdo) y nos quedamos para probarlo. Fue nuestro primer contacto con Casa Marcelo. Marcelo Tejedor, dejando de lado un genio y unas maneras con su personal (y en su vida privada) que eran más que cuestionables, era, es, porque sigue trabajando en la hostelería pero con otro modelo de local, un cocinero excepcional. Eso si que era amor al producto, Km. 0 y mimo con la tradición. Excepcionales sus mariscos poco conocidos, sus pescados, su carne de vaca galega y su milhojas impagable. Siempre nos trato estupendamente y siempre intentábamos ir por lo menos una vez o dos al año hasta que cerró.

Huesca es la capital gastronómica de Aragón. Una ciudad de 30.000 habitantes tiene, a día de hoy, tres restaurantes con estrella, mientras que la capital, con más de 700.000 tiene uno y gracias. Lilas Pastia fue (y digo fue porque la última vez no nos gustó mucho como nos trataron y ya no hemos vuelto) nuestra referencia gastronómica en Aragón (junto a La Granada, de los mismos dueños, que está en Zgz pero no es estrellado). Allí fue nuestro primer contacto con la trufa, a la que Carmelo Bosque, el chef, tiene verdadera veneración. Recuerdo un año que en una subasta del preciado tubérculo había comprado una por 4.500€  ( la más cara del mundo decía el Periódico de Aragón en el enlace que he consultado del año 2005). Fue una maravilla ver como caían unas lascas de ese pedazo de trufa sobre un maravilloso risotto y aún fue más maravilloso disfrutar de ese sabor y ese olor, sobre todo de ese olor, tan especial. Durante algún año perdió la estrella y luego la ha recuperado pero el trato del personal fue degenerando (no es que fuera incorrecto, pero bastante seco) y tampoco la cocina la vimos evolucionar mucho. Ahora preferimos ir a Las Torres que tiene una trayectoria más equilibrada.

Pero el gran recuerdo gastronómico de nuestra primera época lo protagoniza Carme Ruscalleda. Sólo, que yo recuerde, hemos ido a dos restaurantes estrellados que tengan como comandante jefe una mujer. El clausurado Toñi Vicente de Santiago y el San Pau de Ruscalleda. Corría el año 2002 y era una de nuestros primeros viajes juntos. La experiencia fue memorable por muchos motivos. El primero la localización de la mesa. El San Pau ocupa una casa con posibles, seguramente de principios de siglo y de alguna acaudalada familia barcelonesa que veraneara en la zona,  y tiene un gran ventanal que se abre al jardín al que sólo lo separa del mar la vía del tren y la playa. Nuestra mesa estaba en primera línea y teníamos delante ese relajado paisaje. Ruscalleda mima los detalles. Y eso, además de en su comida, se nota en cosas como la carta donde se te explica el menú, o la minicarta con dibujos de ella misma con el minimenú (compuesto de entrante, pescado, carne y dulce) que es el entrante de la degustación. También son de ella los dibujos de la degustación de quesos con sus contrastes. Otra novedad para nosotros, los contrastes, la relación que hay entre productos que nunca asociarías (o por entonces nunca asociábamos) entre si. La comida fue maravillosa, por supuesto, pero lo memorable fue la consumición alcohólica, que recordada ahora, sonroja. Para comenzar un buen dry martini en unas copas que más que de cóctel parecían copones para oficiar misas negras. Con la comida un III Lustros de Gramona (la historia sobre mi equivocación con el nombre ese cava da para otra entrada). Como hicimos corto, pedimos una media botella de rioja. Por supuesto con los postres un vino dulce y al final, con el café, un destilado que sería coñac o whisky, ya no recuerdo. Salimos de allí bastante perjudicados pero felices. Ese fue el comienzo de una larga relación entre los grandes estrellados, los licores y los Pumbytos.

martes, 25 de noviembre de 2014

Momentos con estrella I

Ayer escribía una lista con los restaurantes con estrella Michelín que conozco, conocemos, la Nena Payasa y yo. Quizá pudo quedar un poco frío, una relación de trofeos que se consiguen simplemente para fardar luego de ellos en una exposición pública, cual montería berlanguiana o pepera. Y no es nada de eso.

Detrás de esa lista hay, como dije, una afición a conocer la manera de expresarse de unos profesionales que han hecho mucho por la evolución de la cocina en España. Cocineros con un gran equipo detrás y muchas horas de trabajo e investigación. Y todo ese trabajo se ha traducido, en nuestro caso, en grandes momentos. Momentos que forman parte de nuestra vida en pareja, de los recuerdos que van conformando una trayectoria en común. Me propongo relatar algunos de ellos, y señalar, de paso, mis favoritos en esa lista que detallaba ayer.

Arzak fue el primer gran restaurante que conocí, en este caso con unos amigos, mucho antes de conocer a Jesús. Tenía un amigo en Hernani que hacía triple salto y cuando consiguió alcanzar los 15m nos invitó a otro amigo y a mi a comer al restaurante donostiarra. No recuerdo mucho de aquella comida pero se me quedó grabado algo que siempre me ha hecho distinguir un gran restaurante de uno mediocre: la naturalidad del servicio. En casi ninguno de los grandes restaurantes de la lista un paletillo bilbilitano como yo se ha sentido  fuera de lugar. Siempre, o casi siempre (ahora diré la excepción), he estado muy cómodo, sin sensación de agobio, ni con servilismos ni mirándote por encima del hombro. Simplemente actuando de manera correcta y natural, poniéndotelo todo fácil. La excepción fue en el Abac de Barcelona, no con Cruz de chef sino con Pellicer. Era verano, al mediodía, y Jesús iba con bermudas, Manuel y yo con pantalón largo. Nos sientan en la mesa reservada y cuando nos traen la carta nos dicen que no suelen dejar estar en la sala con pantalón corto pero que harán una excepción. Nos sentó fatal, porque o bien nos lo dicen al reservar, o al entrar en el restaurante, no cuando estamos ya sentados. Podíamos habernos levantado pero pasamos y comimos bien, pero demasiado caro para lo que ofrecían. En Can Fabes me pasó lo mismo pero me lo dijeron antes de entrar y sin perdonarnos la vida, con corrección, e incluso me ofrecieron un pantalón largo, a lo que yo muy digno respondí: "No he venido de Zaragoza a San Celoni para ponerme el pantalón de otro". Me fui al hotel, me cambié, y tan ricamente.

Esos han sido los únicos momentos discordantes en una historia gastronómica repleta de momentos con estrella. Aunque el restaurante donde empezó mi afición por la experiencia gastronómica nunca tuvo una estrella pero siempre se la mereció: La Oca, en Vigo. Allí aprendí lo que es un buen servicio, un ambiente acogedor, una cocina tratada con mimo, un buen vino, un buen oporto, el cariño servido en platos. Ya cerró porque Juan y Toya  se jubilaron, pero si sé algo de cocina y de restaurantes se lo debo a ellos.

Prefiero no hacer entradas muy largas para que no se aburra el posible lector. En la segunda parte os contaré mis momentos estrellados ya con la compañía da Nena.